BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











lunes, 26 de marzo de 2012

El desorden cotidiano (9)

Cada vez que Augusto ponía un pie en su amada biblioteca pública, pensaba que la forma de gobierno ideal tendría que ser muy parecida al método de funcionamiento de aquel templo y refugio del conocimiento, donde los usuarios tenían al alcance de sus manos todos los recursos disponibles, todos los bienes de consumo en forma de libros, que podían llevarse a casa siempre que quisieran, para extraer su contenido, sus enseñanzas: para sacarles el beneficio que contienen. Una vez empleados estos bienes de consumo, serían devueltos a su lugar de origen, a la intimidad de su estantería, para que otros usuarios pudieran disponer de ellos y, del mismo modo, beneficiarse de su utilidad, de sus enseñanzas y de sus placeres. De esta manera, todo era de todos y todos se beneficiaban de todos los recursos disponibles sin que hubiera problemas de propiedades ni de exclusivismos, ni de ventajas de unos sobre otros, ni, por tanto, de desigualdades.

Además, todos los usuarios podían hacer uso de dicho bienes cuantas veces quisieran, siempre y cuando, claro está, los devolvieran a su lugar de origen dentro del plazo establecido, y siempre que el objeto en cuestión estuviera disponible y no se hubiera anticipado otro usuario en solicitarlo, en cuyo caso el primer usuario tendría que esperar a que el segundo devolviera el objeto para poder volver a utilizarlo él.

¿Por qué no podía funcionar la sociedad de esa manera tan sencilla? Augusto tenía la esperanza de que, algún día, esa metáfora del comunismo que él imaginaba pudiera convertirse en realidad. Por desgracia, también era consciente de que la codicia es un bocado mucho más apetitoso que otros platos aparentemente menos golosos, como el desinterés, la filantropía o la fraternidad. Estos eran platos más difíciles de elaborar, porque exigían muchos sacrificios que no siempre repercutían en beneficio propio. Pero ahí estaba el mérito y el valor de atreverse a elaborarlos. La solución estaba en educar el paladar de los comensales.

Al margen de estas metáforas culinarias, Augusto creía en la utopía. Tenía verdadera fe en que aquella tuviera lugar, a pesar de que el término fuera contradictorio con la definición que él le atribuía a dicho concepto. Él tenía muy claro que, si existían las bibliotecas públicas, también podían existir sociedades perfectas, o, en su defecto (pues ya se sabía a qué catastróficos y atroces resultados habían conducido todos los experimentos históricos de ingeniería social), al menos, más solidarias y económicamente equilibradas, pues aplicando el funcionamiento de las primeras (las bibliotecas) se podía mejorar la situación de las segundas (las sociedades, los Estados y, en última instancia, los individuos).

2 comentarios:

  1. ¡Que bonita y sugerente metáfora primo! Me ha encantado y calado hondo. Comparto todas o casi todas las ideas aquí expuestas.
    Gon.

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  2. En mi comentario anterior al escribir que la metáfora es sugerente me refería a que transmite muy bien la enseñanza del texto. No sé si esa es la palabra adecuada debido a mi ignorancia gramatical y por eso lo aclaro.

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